martes, 20 de marzo de 2012

Las heridas se curan, sin lugar a dudas. Sólo hace falta cuidarlas un poco, y con el tiempo cicatrizarán por si mismas. El daño infringido sin embargo no desaparece. La cicatriz quedará para siempre, recordando esas heridas que un día sangraron. El ser humano es igual, puede perdonar, puede volver a empezar e incluso puede intentar olvidar. Intentamos apartar el dolor de nosotros porque nos destruye, pero aún cuando nuestras brechas emocionales sanan, quedan cicatrices que no desaparecen. De hecho hay heridas tan profundas que tardan mucho tiempo en sanar y te condicionan el resto de tu vida. Crean una muralla invisible, una reacción de rechazo innato a cualquier cosa que se pueda parecer remotamente al desencadenante de la anterior herida. Y así, año tras año, batalla tras batalla, cicatriz tras cicatriz, cambiamos drástica e irremediablemente. Y nos despertamos un buen día y nos damos cuenta que sólo somos una estructura que sigue en pie porque hay cientos de parches que mantienen las piezas juntas. La estructura tiembla, amenazando con derrumbarse. Huimos del detonante que nos hará estallar en mil pedazos y abrazamos nuestros pedacitos como si esto evitara que nos desmoronáramos, como intentando reforzar los parches. 

Recuerdas la integridad, impunidad, solidez, y seguridad que tenía tu persona escaso tiempo atrás. Era una pieza sólida, sin una sola grieta, con una base robusta y estable, indestructible incluso. Era impune a cualquier tormenta o tempestad, impune a cualquier fenómeno adverso, a cualquier agente externo. Y lo miras ahora y sólo quedan restos de lo que un día fue. Las grietas son cada vez más grandes, los parches más numerosos, todo es inestable, tiembla, y parece estar a punto de desmoronarse y deshacerse en mil trocitos. La más suave de las brisas la hacen temblar, la lluvia la erosiona.... Es entonces, aferrado a tus pedacitos para evitar que caigan cuando te preguntas por el momento en que empezó a agrietarse, cómo puede ser que lo permitieses, y cuando bajaste la vigilancia para que pusieran la bomba en el las entrañas de la estatua. 

No importa, ya nada importa, seguirás aferrándote a tus pedazos hasta que tengas la suficiente fortaleza para reconstruirte trozo a trozo, hasta que puedas fundir los trozos y te veas capaz de volver a forjar la estatua. Y habrás aprendido que la guardia no se baja. Que todo el mundo es traidor. Que la gente es mala y decepcionante. Que sólo desde dentro te pueden hacer caer, y que sólo aislándote y no dejando entrar a nadie es como puedes estar a salvo.

Nunca nadie más volverá a hacer tal estropicio, nadie volverá a traspasar las murallas, nadie podrá volver a incendiar la ciudad, nadie podrá volver a devastar un pueblo.

Un grito ahogado
M.F.P.

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